Infiel en manos del verdugo.*(Título que sugiero).
Tadeo quiere llorar, pero se contiene para no levantar sospechas.
Elena, su amada, será ejecutada en unos minutos. «¡Infiel! ¡Adultera!», le grita la multitud, pues ahora todos saben que otras manos la han tocado, que otros labios la han besado, y que el honor de su marido porta una gran mancha.
Tadeo quiere hablar, confesarse el hombre que le ayudó a cometer su crimen, el de amar a otro estando casada, pero ella le ha suplicado callar. «Una muerte es suficiente, yo quiero que tú vivas, que le des a otra mujer el amor que ya no podrás darme a mí», le dijo Elena con una sonrisa no exenta de llanto. Y él aceptó, engañándose a sí mismo al decir que lo hacía por ella, y no por mera cobardía.
Los gritos retumban en la plaza. La gente quiere ver una cabeza rodando, quiere presenciar una muerte, a su criterio, merecida. Tadeo desearía estar en otro lado, pero eso sólo lo pondría en evidencia y le quitaría a Elena el único consuelo que puede quedarle: saber que el ser amado vivirá.
Los ojos de Tadeo se humedecen, y entonces alguien abre la puerta de forma abrupta. «Lo han descubierto todo», piensa por un momento, y gira la cabeza para esconder las lágrimas. El recién llegado lo mira con severidad, nota su aflicción, pero no tiene tiempo para sospechar. En vez de eso, le hace una pregunta cruel, una que ha escuchado muchas veces antes, pero que sólo le duele en este caso.
—¿Está todo listo, verdugo?
Tadeo se coloca su máscara, recoge su hacha y mueve la cabeza en un gesto afirmativo.
Luego sale a la plaza, donde la multitud celebra su llegada, sin saber que por dentro está llorando.
Santiago Pedraza
Foto: Audrey Kawasaki
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